lunes, 25 de octubre de 2010

“Me cosieron como a un marrano”

Edwin Díaz Gutiérrez vivió la mayor parte de su adolescencia en los barrios París y Robledo, del Noroccidente de Medellín. Allí pasó las épocas más duras de la violencia en la ciudad, a comienzos de la década de 1990. Alguna vez presenció la muerte de personas a puñaladas, pero nunca pensó que una situación como esas le fuera a ocurrir…

Por Sebastián Díaz López
bitacora@eafit.edu.co

Una noche cualquiera de hace 15 años, Edwin aprendió a decir no al aguardiente. Siempre se ha caracterizado por ser alegre, espontáneo y le gusta estar rodeado de quienes más aprecia. Esa noche estaba haciendo eso: departiendo al son de unos tragos con un buen amigo.

Aquel sábado quedará para siempre en su memoria como el día que esperó con ansiedad para encontrarse con Leónidas, el mayordomo de la finca del papá de su esposa. Se tomaron una botella de aguardiente mientras la esposa de su compadre los atendía en la casa.

Nunca pensó que una borrachera le fuera a costar una pelea con cuatro jóvenes que le querían robar su dinero, mientras él se defendía con una pequeña navaja y con un pollo asado. La cicatriz que le quedó luego de la operación para evitar una peritonitis es una muestra más de lo que es capaz de hacer alguien por quitarle algo a otra persona. Este es su testimonio.

Fue en una noche fría
Lo acepto, siempre me ha gustado deleitarme al son de unos buenos tragos de aguardiente. Antes, cuando aún no era responsable con mi familia, con mi sueldo, con mi vida, no pensé que esos pequeños instantes de ocio me fueran a causar tanto daño. Fue un día que lo quisiera borrar de mi memoria. El sentimiento de culpa que aún tengo después de 15 años es imperdonable.
Desde que lo hirieron en un atraco, hace 15 años, Edwin Díaz no toma aguardiente. Esa noche había consumido licor y la situación le quedó para siempre como el más amargo recuerdo.
Era sábado. Sí, sábado. Ustedes deben de estarse preguntando que estaba pasado de copas por ser el día en el que la gran mayoría de personas se reúnen para distraer su mente en cosas que, según sea el caso, no son importantes.

Decidí visitar a un amigo del papá de mi esposa. Leónidas Castaño es su nombre. Hacía varios días me había invitado a su casa para que habláramos de temas que le competen a la familia de mi esposa, Diana López. En este caso la finca.

En esa época era el mayordomo de una finca que queda en Caldas, Antioquia. En realidad no veía la hora de estar allí. Aunque la noche estaba fría por el invierno que por esos momentos reinaba en La Estrella, al sur de la ciudad de Medellín, yo igual quería ir a visitarlo. Para mí siempre ha sido muy importante todo lo que le compete a Diana y, en realidad, también quería tomarme unos guaros.

Eran las siete de la noche, hora en la que quedamos de encontrarnos en la casa de él. Sabía más o menos donde quedaba. Recuerdo que es una casa agradable, pequeña, de esas que a uno le gustaría quedarse durmiendo el resto de la noche.

Recuerdo que llegué tarde, o bueno, media hora después de la pactada. Siempre me ha gustado ser puntual y más en esa época, que me gustaba compartir bastante con mis viejos amigos.

Cuando llegué lo vi tomándose una cerveza en una taberna que queda al final de la cuadra. Me saludó efusivamente, pues hacía más de un año que no nos veíamos. Siempre ha sido alegre y charlatán, hasta un poco cansón. Sus 80 kilos y 47 años aún no le habían amargado su temperamento alegre. Esa alegría que nos dio apenas nos vimos fue lo único bueno que pasó esa noche.

Rumbo a la casa
Hablamos un rato en ese lugar. Yo compré una cerveza para acompañarlo. En realidad es mejor empezar así y no tratar de tomarse un aguardiente de una, sin pasante. Leónidas seguía bebiendo su cerveza.

Sólo fue cuestión de 15 o 20 minutos que estuvimos allí. La cita era en la casa de él. Salimos del lugar, pero antes compramos una botella de aguardiente.

Cuando llegamos a la casa estaba su esposa. Vestía como si se fuera a ir para una reunión o quién sabe para donde; pensé que se iba a bailar.

Eran ya las 8:30 de la noche. Quedé en regresar adonde mi esposa antes de las 11. Igual, sabía que si no tomaba la última buseta de Caldas me iba en taxi, así que podía estar relajado.

Empezamos a conversar: hablamos de los problemas de la finca, de la visita mía a ellos, de mi familia y de la de él… Continuamos bebiendo y de esas cosas que uno no se da cuenta, mire el reloj y eran las 11: 15 de la noche. Ya no estaba lloviendo pero sí hacía mucho frío.

Ya estaba bastante prendido y no quería demorarme. Tome un taxi, pues como lo supuse ya no pasaban busetas. Quería llevarle un pollo asado a mi esposa y a mi hijo Sebastián, quien tenía cinco años. Lo compré y empecé a caminar por toda La 49 (una calle de Caldas).

Ya me sentía muy alcoholizado, todo me daba vueltas. Seguí caminando. Como es una calle que al principio es llena de bares, terminé comprando una cerveza para el trayecto, pues desde el parque hasta donde vivía eran como seis cuadras.

Caminé y pasé al lado de cuatro muchachos que estaban sentados en una silla. No pensé que me fueran a hacer algo, los vi conversando. Giré hacia la izquierda para llegar a mi casa, cuando de un momento a otro me abordaron.

El ardor del metal
Estaban vestidos un poco raro. Yo supongo que tenían alrededor de 20, 22 años de edad, mientras que yo tenía en ese entonces 33 años. Cuando tenía al primero encima, saqué una navaja que tenía en el bolsillo.

No me dijeron nada. Sentí un ardor muy fuerte al lado izquierdo de mi estómago. Estaba asustado, entonces con el pollo asado que estaba en una caja le pegué a uno de ellos. Como vieron que respondí, me pegaron la segunda puñalada. Esta vez sí me tiraron al suelo, pero tan rápido como caí me levanté.

Hospital Universitario San Vicente de Paúl.
Imagen de Wikipedia.
Los noté azarados y con la navaja que tenía le di una pequeña chuzada en la cara a uno de esos manes. En ese momento llegó la Policía y cogió a esos cuatro hijos de puta. Como me vieron en ese estado me llevaron ahí mismo para urgencias con uno de los que herí. A los otros tres los metieron en el carro y se los llevaron.

Cuando llegamos al hospital San Vicente de Paul me atendieron y al otro que venía conmigo se lo llevaron para otra parte. Mis heridas eran graves y me cocieron.

A las 7:30 de la mañana el médico de turno me hizo un chequeo en el cual presentaba un dolor abdominal. Dijo que era mejor operarme inmediatamente, pues las dos puñaladas me atravesaron el duodeno y me estaba dando peritonitis.

La cirugía duró cuatro horas. Cuando me desperté, la verdad, me sentía muy extraño. Llamé a una enfermera para que me trajera un vaso de agua, pero dijo que no porque me daba peritonitis y eso sería mortal.

Me llevaron para recuperación. Acaba de llegar mi esposa y estaba llorando. Ella, en ese entonces, tenía cuatro meses de embarazo y pensé que nunca iba a conocer a mi hija.

Mi mamá se encontraba en Bogotá: cuando se enteró tomó un vuelo para visitarme. Llegó como a las tres de la tarde. Estaba muy asustado por la situación que estaba viviendo en ese momento. Me dio mucho pesar porque mi esposa y mi mamá estaban muy confundidas.

Tenía mucho guayabo moral: por estar bebiendo me busque ese problema. Si no hubiera tomado no me hubiera pasado nada. Me habría comido el pollo con mi esposa y mi hijo.

El médico me preguntó cómo fueron las cosas y le conté. Aunque aún me encontraba muy adolorido, la Policía me hizo varias preguntas y me hizo llenar unos documentos para empezar la demanda.

En todo ese día varios familiares llegaron al hospital. Le dijeron a mi esposa que tenía que entablar la demanda y hacer el procedimiento correspondiente porque la gran ventaja era que a los atracadores los tenía al Policía. Pero a ella le dio miedo y no quiso. Estaba muy asustada y como en esa época le estaba yendo bien con los almacenes que tenía, temía cualquier represaría.

Así pasaron los días. Mi mamá y Diana me cuidaban. La herida que me tuvieron a hacer para evitar que me diera peritonitis fue grande, pero no pensé que tanto. Cuando me empezaron a hacer las curaciones fue muy duro. Me dolía mucho el estomago y casi todo lo tenía que tomar licuado por casi un mes.

Estuve varias veces en revisión y una semana después me quitaron las vendas. Cuando vi la cicatriz que tenía no lo podía creer. Una raya en la mitad de mi estómago por dos puñaladas.

Eso nunca sanó bien: me cosieron como a un marrano. Ese médico no sabía hacer eso. La cicatriz que tengo es muy vistosa. Es más, a mí me dio apendicitis hace dos años y se lo juro que la cicatriz no se ve.

Después de 15 años, ese es mi recuerdo. Ahora ya no tengo el estado físico que tenía en ese momento. Ya tengo unos kilos de más. Siempre he pensado que por haber jugado fútbol tres veces por semana, como lo hacía en ese entonces, me salvó la vida.

¿Cómo sería, Dios no lo quiera, que me pasara eso hoy? No quiero ni pensarlo. Yo creo que ese es el precio que tengo que pagar por mi irresponsabilidad; tengo un recuerdo para toda la vida y bien feo que me quedó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario