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Él no pide dinero en las calles esperando misericordia. No roba con la excusa de tener hambre. Tampoco está perdido en una esquina por culpa de las drogas. Está inmerso en una ciudad de tres millones de personas buscando la forma de sobrevivir y haciéndose invisible en medio de las prominentes bolsas llenas de plástico, cartón, papel y desperdicios que carga a su espalda.
La basura es el sustento de Guillermo Palacio Mesa, un hombre de mirada ingenua y sonrisa generosa que llegó a Medellín (Colombia) hace 20 años y desde entonces trata de ganarse la vida como sea: estuvo “cambalachando” en el Centro, fue vigilante de un colegio e hizo oficios varios hasta que una empresa temporal le terminó el contrato y decidió dedicarse al reciclaje porque “no encontré más qué hacer sino recoger basura”.
Comenzó en el corregimiento de San Cristóbal, en La Loma, en Guadarrama, de ahí bajó hasta un barrio de San Javier llamado Eduardo Santos. Desde que se inició en esta labor han transcurrido nueve años.
Se quedó en el sector porque los barrios de estratos socioeconómicos altos, donde tal vez le podría ir mejor, están dominados por otros: “Están saturados de gente, uno entra y ahí mismo sale otro reciclador defendiendo su territorio y son capaces hasta de darle una puñalada a uno por un pedazo de calle. Pero igual hay que entenderlos, eso es lo que les da el sustento”.
Su casa en el barrio La Loma, en el sector de San Javier.
¿Papel, vidrio o cartón… Qué venderé hoy?
¿Cómo le está yendo con el reciclaje?
“Está malo, muy duro, hay personas que han hecho 2.500 pesos en el día (un dólar). Hace 15 días me fui con 4.500 pesos en el bolsillo (menos de dos dólares) pero así me vaya mal no puedo dejar de reciclar porque ¿quién me va a dar el desayuno, el almuerzo?”
“Cualquiera no es capaz de vivir del reciclaje. Por eso hay que reciclar de todo, si el periódico es a 50 pesos hay que recogerlo, que la plegadiza tan solo vale 40 pesos, la recojo también y así voy ajustando el jornal”.
La clave para que el reciclaje sea mejor pagado consiste en recoger grandes cantidades: “Si tengo 50 kilos de cartón y me voy para una chatarrería me lo pagan a 150 pesos, en cambio si tengo 1.000 kilos los vendo a 250 pesos y me recogen la carga en la casa”.
Dice que los metales son los mejor pagados, por lo que aprendió como cualquier experto sus propiedades, su uso y dónde encontrarlos, como si se tratara de pierdas preciosas con una valor extraordinario.
Sabe que el acero inoxidable se encuentra en las resistencias del fogón, que el plomo es utilizado para sostener peso (de ese material se hacen algunas sillas y teléfonos), que las máquinas de moler están hechas de acero gris, que el antimonio es más pesado que el aluminio y lo tienen todas la licuadoras, que las llaves y los candados están hechos de bronce, que el cobre lo pagan bien... “está a 9.000 pesos el kilo, pero eso no es nada sabiendo que el año pasado lo pagaban a 18.000 pesos. Lo que pasa es que ya nadie lo bota”.
Cada pedazo de este tesoro que se encuentra va a dar al costal que tiene hace un año con la esperanza de que algún día se llene y poder venderlo a muy buen precio.
Una vez logró recoger tres toneladas de chatarra que “estaba muy cara”: se la pagaron a 920 mil pesos y la vendió a una empresa que mueve grandes volúmenes. Dice que ella tiene acceso a muchos mercados en el extranjero y que podría comprar toda la basura de Colombia. Tal vez lo dice por la gratitud que le da recordar que con la plata que le pagó saldó deudas y compró un buen mercado.
¿Dónde guardó esas tres toneladas de chatarra?
“En la casa de Pacho, un ex amigo que me echó los ‘paracos’ (paramilitares). Yo le ayudaba a cuidar unos marranos y como me mantenía tan ocupado no le volví a ayudar, por eso se enojó y vea en lo que terminó la cosa, menos mal no pasó a mayores”.
Solo don Guille, como lo llaman sus vecinos, sabe lo que es recoger tres toneladas de chatarra; cuántos días, cuántas noches, cuánto peso sobre su espalda, cuánta paciencia, cuánta impotencia.
Un oficio que incomoda
La casa de Guillermo, en el barrio San Javier La Loma, está rodeada de cuanto material reutilizable existe. Montañas de basura que invaden el terreno llaman la atención de cualquier transeúnte. Apenas se logra ver la puerta que está casi tapada por tanta basura.
Hay polvo por todos lados. Guillermo dice que no se enferma y que, al contrario, es muy sano. “¿De qué me voy a enfermar? Conozco gente que vive muy cómoda, casi entre una vitrina y son los más enfermos”.
El lote donde guarda la basura no es propio, paga arriendo para no tener inconvenientes: “Ya les debo dos meses, no he tenido forma de pagar”.
La comunidad se queja constantemente de la basura que represa, dicen que atrae insectos, ratas y enfermedades y que hace ver feo el sector. Por esta razón algunos vecinos se quejaron ante el canal regional Teleantioquia, cuyos periodistas llegaron hasta su casa para conocer la situación.
¿Qué tiene para decirle a la comunidad?
“¿Por qué no atacan a las bandas de delincuentes? ¿A los marihuaneros? ¿A los que causan perjuicios en el barrio? No atacan sino a los que trabajan. Éste es mi trabajo. La gente no mira que los demás tienen que buscar cómo sobrevivir. Yo no voy a dejar de trabajar, si eso da cárcel que me den la ‘lata’ y me quedo allá sentadito unos días, yo trabajo mucho y ando cansado”.
Guillermo Palacio Mesa es del municipio de La Unión, en Antioquia, y cuenta que abandonó su pueblo por la violencia tras la llegada de la guerrilla, aunque comenta que en la ciudad encontró más violencia. “Este país no tiene solución, el único que medio ha compuesto esto es el presidente Uribe”.
¿Alguna vez ha venido la Policía a decirle algo?
“No, pero por ahí escuché que dizque van a venir a llevarse todo. Pues que vengan y se lleven eso, yo vuelvo y recojo”.
No evacua la basura porque tiene muy poca y no se justifica salir a venderla. “Eso es puro volumen, habrá 10 o 15 bulticos de pasta y eso no me da nada. Lo que si tengo que hacer es recoger lo que no me sirve y estorba”.
Este hombre vive en función de suplir las necesidades básicas de alimentación y vivienda, no fuma ni toma alcohol, pero admite que es muy duro vivir “sin siquiera un televisor para distraerse un poco”.
Su casa tiene luz y agua obtenidos en forma ilegal, pero no tiene teléfono. “Una vez compré una línea y me la cobraron durante seis meses y nunca me la instalaron, desde ahí no volví a funcionar con eso, tengo una vecina que me pasa al teléfono cuando me llaman para algo urgente”.
Su día comienza a las 3:00 a.m. para prepararse un “despachito” que le sirva de provisión para una larga jornada que no tiene un horario de finalización determinado.
Anécdotas para contar
Nunca se ha encontrado dinero entre la basura, pero sí una colección de billetes antiguos.
Y un día cualquiera, como a las 11 a.m., se encontró unas canecas de basura que pensaba llevarse. “Había una tapada, cuando la abrí había un muchacho chiquito descuartizado. Yo la solté y salí corriendo, pero cuando llegué a la casa me dio remordimiento no haberme llevado la caneca que estaba vacía; ese día no me pasó un arroz y quedé purgado como dos días sin ir”.
Nunca le gustaron los perros pero ahora son sus grandes compañeros, aunque en este momento solo tiene uno. Dice que la fidelidad de esos animales es sorprendente y que tuvo uno que quiso mucho, se llamaba Chamuco y le trajo más problemas que la basura porque era muy bravo.
“Un día en la madrugada me estaba preparando para irme con él a trabajar y a la salida de la casa dos milicianos le dieron dos tiros en frente mío. Ahora ‘Mono’ está conmigo porque unos vecinos se fueron del barrio y lo dejaron abandonado; a mí me dio mucho pesar y me lo traje; en las mañanas le digo: nos vamos a reciclar, usted consigue su comida y yo la mía. Al final siempre resulta para los dos”.
¿De qué vivía en su pueblo natal?
“Yo tenía un tajito de tierra, lo perdí y consígase pues otro… ¡Muy difícil! Allá sembraba papas, fríjol, maíz, mantenía gallinas y cerdos, la comidita no me faltaba nunca”.
A sus 63 años, Guillermo tiene un hijo de nueve años llamado Esteban quien, según él, “lo único que trae del colegio son piojos” y aunque no viven juntos están en el mismo barrio y se ven con frecuencia. Pero no solo está él, tiene tres más de su primer matrimonio con los cuales no mantiene contacto.
Por ahora está ilusionado con el restaurante comunitario para las personas de la tercera edad que abrieron en el barrio 20 de Julio: “Uno puede almorzar allá cuando quiera y por ahí derecho va haciendo vueltas para el subsidio, no vaya a ser que me coja más la vejez y yo sin nada”.
Artículo publicado también en http://espanol.upiu.com/
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