lunes, 13 de septiembre de 2010

El hombre con la armadura de tinta

Juan Salazar sobrevivió a la época de La Violencia, a seis disparos en un asalto y al cáncer de faringe que por poco lo deja sin voz. Con cirugías y tratamientos se recuperó de las heridas del asalto y a punta de quimioterapias y remedios caseros se alivió del cáncer.
Un café oscuro hecho con panela calienta el cuerpo, mientras la conversación fluye en una tarde fría y alimenta la imaginación y los recuerdos en la sala de un hogar. La charla permite conocer detalles sobre quien habla, un hombre con una vida turbulenta.


Texto y fotos Laura Andrea Salazar Correa
lsalaz13@eafit.edu.co

Las manos de Juan Salazar son ásperas, gruesas y fuertes, evidencia de sus años de trabajo. La cara la tiene dibujada con arrugas, marcas que el tiempo le ha dejado por todo lo que ha vivido y sus ojos sostienen siempre la mirada; a veces se distraen, pero regresan para acompañar las numerosas historias que sólo este hombre sabe contar.

La tarde es fría, está lloviznando y al bus en que voy parece que le traquea hasta la pintura. El conductor escucha una balada romántica que se nota le encanta: Martha Sánchez y otro que la acompaña en el disco son la banda sonora oficial durante mi último rato antes de llegar al destino.

"Cuidado, cuidado que mi corazón está colgando en tus manos (...) Sabes que estoy colgando en tus manos, así que no me dejes caer (...) Te envío poemas de mi puño y letra (...) ", canta la Sánchez mientras le pido al conductor que detenga el carro.

Al bajarme, el bus y su pintura me dejan atrás bajo la lluvia en mitad del silencio y un charco. Al otro lado de la calle queda la casa de Juan Salazar y su señora. Alrededor hay campo, algunos árboles y la hierba tiene un verde más intenso por el agua que la moja.

La vivienda es una casona de tapia, con las tejas de barro naranjado, las paredes con pintura de colores y baldosas rojas y amarillas. De solo verla dan ganas de entrar y tomarse un chocolate con parva mientras se conversa en el corredor del frente.

Toco la puerta. De inmediato ladran cinco perritos pincher que se callan al regaño de alguien que los encierra en una pieza y que luego se oye caminar hasta la puerta.
- ¿Quién? – pregunta.
- Abuelita Lucero, soy yo –respondo. Me abre y me hace pasar adentro.

Mis abuelos, Juan Salazar y Blanca Luz (Lucero) Correa, están en la sala viendo televisión. Apagan el aparato y mi abuela sale a la cocina para hacer más tinto y al rato regresa con tres pocillos. Ya todo está dispuesto para conversar.

El trajinar de la vida…
Desde siempre he escuchado las historias de mi abuelo acerca de la época de La Violencia en Colombia, de lo aterradores que eran esos tiempos, de las cosas que se debían hacer para sobrevivir y de los amores que dejaban atrás no solo él, sino también sus amigos.
Cuando le detectaron cáncer de faringe
no se dejó operar porque decía que si lo operaban
lo dejaban mudo y eso sería lo mismo
que meterlo en el ataúd.

Juan Salazar nació en 1935 en el municipio de La Estrella, Antioquia. Es hijo de un padre arriero y de una madre ama de casa devota. A los 9 años de edad se fugó por primera vez de la casa y a partir de ahí comenzó a escribir su historia a puño y letra suyo, con errores y aventuras que muchos envidiarían o detestarían.

Es un hombre de contextura fuerte, 1.85 centímetros de altura, brazos gruesos y manos de carpintero. Tiene la frente amplia, la cabellera blanca y menuda, su espalda ya no es tan erguida como antes, pero sus pasos son decididos.

Tiene varios tatuajes, cosa extraña en un abuelo de 75 años, pero son la marca indeleble de las cosas que ha vivido o le han hecho soñar.

En sus numerosas fugas del hogar se metió en tantos problemas que fue a dar a la cárcel y ahí fue donde se marcó la piel creando una armadura de tinta para protegerse contra los malos tiempos en que vivía, contra lo que le daba miedo y contra las cosas que le impedían soñar. Los barrotes no parecían ser un límite para sus historias y mucho menos para sus amores.

En el muslo derecho tiene dibujado un tigre que pela sus colmillos en una mueca de estar al acecho.

¿Por qué tienes ese tatuaje?
“Me lo hice una de las veces que estuve en la cárcel porque me estaba leyendo un libro que se llama Papillón y es la historia de un preso que se logró volar de la cárcel y que se fue a viajar por Latinoamérica”.

Papillón es un 'best-seller' publicado en 1969 escrito por Henri Charrière. Es una novela autobiográfica que relata su vida como preso, de las condiciones a las que era sometido y de su fuga exitosa.

¿Cómo te hiciste los tatuajes?
“Con una aguja que se desinfectaba con un fósforo y tinta china. Uno al otro día amanecía con una inflamación ni la berrionda y a veces le daba a uno hasta fiebre”.

"Es que la vida en la cárcel es una cosa muy berraca y ni hablar de como era vivir afuera, no se sabía qué era peor. Con tanta violencia entre liberales y conservadores a mí me tocaba a vivir pasando de agache (mentir) y cuando no era que me creían patiamarillo (liberal), me creían godo (conservador). Yo nunca le confirmé nada a nadie porque si no, aquí no estuviera".

¿A qué edad te fuiste por primera vez de la casa?
“A los 9 años. Mi apá (papá) me tiraba muy duro por ser yo tan mataperros (necio) y no me aconsejaba sino que me encendía a rejo (golpes con zurriago)”.

“Yo me aburrí de eso un día y me fui: fui a dar a Marsella, Risaralda, y allá me puse a trabajar como peón. Como a los dos meses me fui para La Plata, en Huila, y de ahí me dió mamiti y me devolví para la casa. No duré más de seis meses ahí y me fui pa' Quinchía donde un tío que me dio trabajo en varias fincas”.

Empieza a llover con fuerza y ya vamos para otra tanda de café. Todo en la casa está tranquilo, se escuchan las gotas caer y ese sonido se rompe sólo con las palabras de mi abuelo.

Él acostumbra cargar un radio de pilas en su mano izquierda porque con la derecha hace todo y le estorba el aparato ahí. No se pierde ni una sola emisión de La Luciérnaga, el programa de la tarde de Caracol, y se ríe con cada chiste que ahí dicen.

Departamentos colombianos como Antioquia, Meta, Huila, Vaupés, Cauca, Arauca, Casanare, Tolima y Chocó fueron sede de muchas de sus hazañas. Recuerda con detalle los pueblos que visitó, las novias que tuvo y las cosas que vio.

Cuenta que la primera y única vez que ha votado en su vida fue por el general Gustavo Rojas Pinilla, en 1953. Fue en La Estrella y desde ahí no se ha vuelto a interesar en cosas de la política, después de tantas vainas que le tocó ver por culpa de la chusma (la guerrilla).

"Cuando eso no se usaba eso del trajetón, uno iba y le metían el dedo en un tarro con tinta que era roja o azul, de acuerdo al lado en que uno estaba. Esa berrionda tinta manchaba todo y no se quitaba con nada. Eso se veía la gente con la ropa sucia por esa tinta, con las bestias sucias porque la gente se limpiaba en los caballitos y hasta los costales con la mercancía".

¿Le tienes miedo a la muerte?
“No, la cosa es que ella me tiene miedo a mí. Por eso me dicen tanto Juansinmiedo porque me le enfrento a todo, desde chiquito fui así. Tantas veces que me han creído muerto y nada, ni siquiera el cáncer me llevó”.

“Por ahí dicen que entre mi Dios y el diablo se están peleando a ver quién me recibe cuando me muera y como que ninguno de los dos se quiere encartar. Por eso me dejan aquí quietecito”.

Ahí donde está sentado, sobrevivió no sólo a La Violencia, sino también a seis tiros en un asalto y al cáncer de faringe que por poco lo deja sin voz. Con cirugías y tratamientos se recuperó de las heridas del asalto y a punta de quimioterapias y cuanto menjurge le recomendaban se alivió del cáncer. No se dejó operar porque decía que si lo operaban lo dejaban mudo y eso sería lo mismo que meterlo en el ataúd.

¿Cuál es la historia de amor que más te ha conmovido?
“Cuando yo era más joven tenía unos amigos que de niños vivían en La Miel. Uno de ellos se enamoró de una muchacha llamada Consuelo que tenía una hermana llamada Soledad”.

“Él se fue y en sus andadas lo metieron a la cárcel y cuando salió le dio por ir a buscar a Consuelo y nos pidió que lo acompañáramos” (se seca las lágrimas y hace una pausa mientras retoma la fuerza para continuar).

“Cuando llegó a la casa de Consuelo vio todo cambiado: ya no había campo, todo era un rastrojo. Se fue al río a buscar algo conocido y gritó “¡Río, río ¿adónde te has llevado el amor mío?” Resulta que la Consuelo un día se quedó sola y se tiró al río loca por no sé qué”.

Juan recuerda y siente nostalgia por el ayer. Extraña su vitalidad, se ríe de lo travieso que era y hasta se siente orgulloso de lo enamorado y mujeriego que fue. Supongo que por eso son sus consejos, porque sabe que los límites de un hombre no llegan solamente con los barrotes de una cárcel.

Son las siete de la noche, el frío es más fuerte y el café se acabó. Es hora de comer. Nos vamos para la cocina, el aceite de la paila empieza a calentarse y no se puede aplazar más el tiempo para escuchar la radio.

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