Cuento de Catalina Arroyave, estudiante de Comunicación Social de EAFIT, ganador de la versión 11 del concurso de cuento Caminos de la Escritura, organizado por la Escuela de Ciencias y Humanidades de EAFIT.
Un pequeño círculo blanco entra a la boca de Mario y baja por su garganta. “Listo, la de hoy está lista”. Guarda con cuidado en el segundo cajón la caja de pastillas y se va a sentar en la sala para disfrutar del periódico del día.
Mario voltea la tercera página y mira la alacena con puertas de madera. Espera unos instantes. Se dirige sigiloso hasta ella. Busca una mirada que lo descubra, pero no la encuentra. Nadie lo ve. Todos han salido de la casa a triunfar, a buscar con qué llenarse la boca. Al pensar en sus hijos recuerda el aire de piedad que últimamente ronda en sus miradas cuando se le acercan. Se enoja. Está viejo, nada más. Mario abre despacio las compuertas de la alacena para evitar el suave chillido que producen. Ahí está la caja redonda y, dentro de ella, dos dulces de coco y panela. Deseo, tentación, duda: un cuadrado rugoso que, indiferente, lo provoca. Se asegura de estar solo nuevamente y al comprobarlo queda vulnerable ante el veneno de las “panelitas”. Saca la primera. La come entera. Cierra las compuertas. Es culpable.
Angélica, su esposa, entra a la casa mientras Mario va camino a la sala, mirando fijamente el periódico que lo salvará de tener que enfrentarla a los ojos. Angélica lo saluda amorosamente y él finge un aburrimiento propio de mañana de lunes. Su mujer satura el ambiente con palabras y palabras que cuentan de las filas del banco, los precios del mercado, de Don Pablo, el de la farmacia, que mandó a preguntar por los triglicéridos de su amigo. “¿Cuál Pablo?”, pregunta Mario. “El esposo de Nora”, “¿Cuál?”, “El de la farmacia de la esquina, la azul”. Mario recuerda de quién está hablando su mujer, un gran tipo ese Pablo. Angélica le pregunta si ya se tomó la pastilla, “¿Cuál pastilla?”, “La de los triglicéridos mi amor”, “Ah…no, no me la he tomado hoy”. Se abre el segundo cajón de la cocina y suena el regaño en el tono repetitivo que hace que las palabras pierdan sentido antes de llegar a los oídos de Mario.
Angélica se acerca sonriente con la pastilla y un vaso de jugo de naranja en las manos. Su actitud pacífica cambia repentinamente. “¡Carajo!”, piensa él. Angélica le quita de la comisura de los labios un trozo de coco acaramelado. Indignada, deja la pastilla y el jugo sobre la mesa. Se va. La inunda un sollozo pero lo contiene hasta que sale de la mirada de su esposo. Mario la mira con tristeza y luego mira con tristeza la alacena pensando en la otra panelita, la que no se comió.
¡Tanto drama por un par de confites! Las mujeres son exageradas, es así. Mario intenta convencerse de que no es para tanto, pero encuentra involuntariamente el tiquete que trajo Angélica de la farmacia. Mira el número que dice cuántos cientos de miles de pesos le cuesta a su familia y el sabor del coco se le desvanece de la boca. Sabe que debe cuidarse, “Es por mi bien”, se dice, debe esforzarse por mantener alejados los dulces, comer exactamente lo que dice el médico y repiten sus hijos con paciencia.
Angélica entra a la sala echándose crema en las manos y con los labios recién pintados. Coge su bolso y se dirige a la puerta para salir. La rabia de unos instantes atrás no ha quedado del todo en el pasado, pero su actitud es distinta. Nota en ella la misma piedad que hay en los ojos de sus hijos. “La cita con el psicólogo es mañana y no se te olvide hacer los ejercicios”. “Yo sé, a las 9 de la mañana hay que estar allá”. Angélica lo besa y se va en silencio.
Mario abre su periódico. Lee la segunda página del diario, hace un par de comentarios al aire acerca de la situación del país, de un criminal que ha sido absuelto, del Presidente al que quieren reelegir. Niega con la cabeza, absorto en sus ideas. Ve la pastilla que hay sobre la mesa y recuerda que debe tomársela. La toma, el círculo pequeño y blanco entra en su boca y baja por la garganta. Para pasar, toma un poco de jugo de naranja que le deja un terrible sabor ácido en la boca. Debería comerse un dulce. Uno sólo está bien, no le hará daño, menos si es el primero del día. Mario camina hasta la alacena. Abre las compuertas de madera. Se come una panelita.
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