lunes, 19 de julio de 2010
"Pa' vivir sabroso": historia de un vigilante
Un revólver calibre 38 con sus municiones y el walkie-talkie descansan en un ancho cinturón de cuero. Sacude su gorra similar a un quepis militar, se aprieta la corbata y dice en tono alto y jocoso: "Listo papá, Batman ya se disfrazó". Mientras recorre una unidad residencial del barrio Los Colores, de Medellín, Jorge Gómez muestra cómo es la vida del hombre tras el uniforme.
Texto y fotos Adrián González Cortés
bgonzal2@eafit.edu.co
Cuando lee las notas que el vigilante del turno anterior tomó sobre las anomalías presentadas en el día, se acomoda la camisa azul clara dentro de su pantalón azul oscuro y enreda la corbata con destreza en su cuello.
"Yo lo que quiero es que mis hijos se hagan el futuro desde ya", afirma Jorge Gómez mientras llena la greca que más tarde le dará la increíble sensación de un café caliente en las frías mañanas de Medellín.
Oriundo de Segovia (Antioquía), 32 años, dos hijos, cinco años como vigilante privado, amante de la “salsa brava” y un fiel convencido de que la tranquilidad es la base para vivir bien, es el hombre que nos deja ver como es, en la cotidianidad, el ser humano del cual se desprende una historia de vida particular.
Recibe el turno de la noche, como es costumbre, y dice: "Es mejor trabajar con la fresca, a mi trasnochar no me asusta". Hace la primera ronda, empieza por revisar los ocho pisos de parqueaderos y a continuación, con su linterna, examina que toda la malla que rodea la unidad esté en buen estado.
Después de acompañarlo por 45 minutos de ronda por las nueve torres de apartamentos, Gómez me dice entusiasmado: "Bueno'rolo, pregúnteme lo que sea mijo: todavía no he matado a nadie y no hay pecado tan grande que no le pueda contar". La risa en mí es inevitable.
Ese hombre le saca una sonrisa al más atormentado por un mal día; esa es una de las cosas que hace que sea el consentido de la unidad, el vigilante con quien todo el mundo habla como si lo conocieran de tiempo atrás.
La terraza del parqueadero fue donde por lapsos de medía hora, antes de cada ronda, relató las vivencias difíciles, los errores, la necesidad y las ganas de seguir adelante. Estas experiencias, según él, formaron la persona que es hoy.
"Desde acá se ve casi toda la unidad", dice mientras se ajusta la chaqueta que lo cubre del fuerte viento que castiga el último piso del parqueadero.
Son las 11:23 p.m. y las claves, mensajes y comentarios distorsionados de otros vigilantes se escuchan a través del walkie-talkie, el cual ambienta la historia de Jorge Gómez, quien entre risas y recuerdos nostálgicos, pero lejanos, narra que tras sortear los obstáculos que la vida le puso en el camino logró encontrar el equilibrio que suple las necesidades suficientes para, según él, "vivir sabroso".
Huir de la muerte
Desde 2005 Jorge Gómez se dedica al oficio de vigilante en unidades residenciales de Medellín. A raíz de problemas de orden público y tras amenazas de muerte que involucraban a su familia, tuvo que abandonar su trabajo como químico en una mina de oro cerca a su pueblo natal.
En ese puesto trabajó durante 10 años (1994-2004) hasta que en una tarde de mayo bandidos irrumpieron en la casa de sus padres anunciando ''que tenía dos días para desaparecer de la zona''. De no haber aceptado, el destino que le hubiera esperado era la muerte.
Tras sumarse a la inmensa lista de desplazados por la guerra, se enteró seis días después de su llegada a Medellín que uno de sus compañeros de la mina había desaparecido en raras circunstancias.
Las investigaciones por la desaparición concluyeron el día que se halló, en una de las fincas cercanas, el cuerpo sin vida de su compañero, producto de múltiples impactos de bala.
A principios de 2004, sin trabajo y sin casa, llegó a Medellín a vivir donde su hermana: "Fue muy duro ese año. Yo venía de ganar muy bien y de no preocuparme por lo que necesitaba. Aquí no conseguía trabajo, no me resultaba nada". Estos recuerdos hacen que valore lo que por fuerza o no del destino es su forma de vida actual.
"Baje tranquilo que yo lo espero'', le dije varias veces al escuchar por el walkie-talkie que don Alberto, el portero de planta, le pedía ir a firmar el inventario de carros que había hasta el momento en los parqueaderos: "Albertico, ya voy pa'llá entonces. Hay 37 carros. ¿Necesita el informe de las motos? Cambio".
Por un momento pienso si no se le pasa por la cabeza arrojar el radio desde lo más alto de una torre. El ruido que hace es casi igual de molesto al sonido que producen las campanitas y varillitas metálicas que se golpean por el viento en el balcón de doña Liliana, una señora que según Gómez asiste a prácticas de Feng-Shui.
"¡Venga, rolo! Entre otras, ¿qué es esa vaina?". La explicación que intenté darle creo que lo alejó aún más del concepto banal que podría tener él acerca del Feng-Shui: ''No me cabe en la cabeza que para dormir más tranquilo necesite un campanario en mi balcón'', dice mientras se rehúsa a entender.
Cómo cambian los tiempos…
Trabajó como obrero raso en una mina de oro durante casi cuatro años. Cargando, excavando, sudando y pasando largas y pesadas jornadas logró ascender al puesto de químico de mina: "Yo realmente empecé atendiendo el caspete [caseta-tienda]. Después me metí a trabajar de todero: Lo que me ponían a hacer, lo hacía'. La platica me empezó a gustar y me dediqué a eso, tanto que en el año 98 mis patrones me ascendieron a químico de mina. Ganaba bueno y trabajaba poco: ¡Lo más soñado ¿no?!", apunta el vigilante.
En el caspete, vendiendo gaseosa, cerveza y cositas de tienda, se compró, con su propio dinero, un par de tenis. Como químico de la mina le pudo comprar una muda de ropa completa, con zapatos y todo, a su mamá, a su papá y a su hermana.
La estabilidad económica que le brindaba a su familia era importante: "A mi mamá y a mi papá no les faltaba nada. Mi hermanita estaba contenta estudiando en la Universidad de Medellín".
Recuerda con sinsabor ese tiempo, pero también agradece estar ahora con un trabajo digno y estable que si bien resulta riesgoso, hace que sienta que aquí y ahora se encuentre mejor.
Épocas mejores estas de ahora
Dejando de lado la tragedia, Gómez cuenta que después de unos meses en Medellín, gracias a su hermana y a los ahorros que ella tenía, tuvo la oportunidad de hacer un curso de Escolta y Vigilancia. Entendió que no todas las puertas se le habían cerrado y que esa era tal vez su tabla de salvación.
Luego de aprobar el curso empezó a trabajar con la empresa de seguridad Coopevian, en la que hasta hoy trabaja de forma incansable y en la que, según él, consiguió una estabilidad laboral y económica.
"Mis dos niños son la luz de mis ojos, rolo. Por ellos es que no me da ni sueño ni cansancio". Tiene una niña y un niño, cada uno de cinco años y de madres distintas.
Gómez vela por que no les falte lo necesario: "Yo trabajo es pa' que no me les falte ni el estudio ni el techo ni la comida". Cuando habla de ellos lo hace con tal sentimiento que de verdad pienso que vive para ellos.
Para Jorge Gómez ahora es más fácil trabajar, pues sólo lo hace en unidades residenciales y no como antes que le tocaba cuidar grandes y solitarias bodegas en las que no había con quien hablar y compartir su buen humor.
"Aquí la gente se da cuenta de la calidad de persona que es uno. Yo intento hacer mi trabajo lo mejor posible, por eso es que la gente de la unidad a veces me consiente con algún tintico o cualquier cosita”.
“¡Siga, siga don Alberto que le copio!”. Otra vez la voz por el radio saca a Gómez del mundo personal y lo convierte de nuevo en el vigilante que es, el cual debe atender la llamada de una vecina que está histérica porque uno de los vecinos está fumando marihuana.
"¿Si ve mijo? Ahora me toca subir y decirle a ese man que apague eso". La queja fue puesta por doña Betty, una señora de cincuenta y tantos años que increíblemente se mantiene despierta hasta altas horas de la madrugada. A ella no le gusta que el humo que se despega del balcón número 15 de la torre tres logre adormecerla.
Mientras atiende la queja pienso por qué se siente tan bien trabajando aquí. Y claro, no era para menos: una de sus tantas experiencias como vigilante fue cuando mientras cuidaba la Terminal del Sur donde tuvo que dispararle a un indigente que lo atacó con un cuchillo.
"El tipo estaba acostado en una de las panaderías que hay allá. El man se emberracó porque lo paré y me chuzó en la espalda con un cuchillo. La pelea siguió y me tocó pegarle un tiro en una pata. Eso me costó dos horas en el calabozo de la Fiscalía y como al loco sólo le dieron 17 días de incapacidad no continuaron con el caso y tuve que pagarle medio palo (500.000 pesos) al bandido ese".
La última ronda
Ya son casi las tres de la mañana. Sólo tres horas separan a Gómez del calor de su casa. Mientras sus pisadas se dirigen a lugares ya pensados, un re-ajuste a su gorra de placa brillante y el último sorbo que aún quedaba en su taza de café son las campanadas silenciosas que le recuerdan que es tiempo de repasar toda la unidad. "¿Me espera o qué?, pregunta mientras alumbra una sombra que resultó siendo un gato.
Después de escucharle las experiencias que vivió, me hacen reflexionar sobre aquello que creemos necesitar para vivir bien. El radio con música que él carga explota con Agúzate, de Richie Rey y Bobby Cruz.
Su pistola calibre 38 brillante y su sonrisa siempre circulan por el conjunto causando entre los residentes una sensación de seguridad y amistad que Gómez, el vigilante más querido de allí, deja tras las incansables rondas que hace al son de la “salsa brava” que tanto le gusta.
"Vivir sabroso". Esa frase se la escuché todo el tiempo que compartimos en esta entrevista que, sin pensarlo, se volvió una charla de amigos que fue una buena forma de darme cuenta que ante los obstáculos que pone la vida también podemos aprender para llevarla tranquila.
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